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ilis
15/03/2017, 23:31
BASTA YA

No es invento de políticos, la Padania existe: es la llanura del Po (en latín “Padus”, de ahí el adjetivo “padanus”) el mayor curso fluvial de Italia, aunque sólo fluye 652 km. es río identitário de las regiones que cruza. No es casual que episodios troncales del “Risorgimento”, como la unificación nacional de Garibaldi, se reflejaran en sus aguas, ni que D’Amicis mostrase por el una piedad pagana.

Con esa sílaba, Po, de resonancias orientales, el paisaje que envuelve al río se parece mucho a una acuarela china.

La llanura es rica y hermosa. Las “cascine” (granjas típicas) valen por un pueblo, y proclaman la importancia agrícola. Algunos arrozales insisten en la estampa oriental, y muchas industrias alimenticias galvanizan un ajetreo de coches y camiones.

Pero la mayor riqueza de la Padania está en sus ciudades. Dejando Milán al margen, doce de ellas se han coaligado bajo el nombre de “Cittá d’Arte della Pianura Padana” para que su unión les de fuerza.

Quedan injustamente pálidas estas ciudades, por culpa de metrópolis vecinas donde el arte es exceso. También ellas resultan excesivas, así que visitaremos sólo las ciudades lombardas de la liga.

Pavía es la más cercana. Fue espléndida finca de familias como los Visconti o los Sforza, y para los españoles es, sobre todo, el recuerdo de la batalla en la que Carlos V hizo prisionero al francés Francisco I. La verdad, no queda mucho de nuestra presencia, y si de la austriaca, por lo que hizo María Teresa en favor de la universidad.

La universidad de Pavía, una de las más viejas de Europa, marca el tono vital de una ciudad cuyo carácter escolástico lo acentúa un hecho singular: en la iglesia de San Pietro in Ciel d’Oro yacen san Agustín, fuente de la corriente neoplatónica que atravesó el pensamiento occidental, y Boecio, último eslabón entre la filosofía clásica y el mundo cristiano. No extraña que Pavía tenga algo de rigor, subrayado por unas calles que repiten la cuadricula del primitivo campamento romano.

También era romano el puente sobre el Ticino, techado en el medievo y rehecho tras la segunda guerra mundial. La cercana Piazza della Vittoria, a espaldas de la catedral, es el auténtico corazón de Pavía. Pueden verse tres de las cien torres medievales que apuntalaron orgullos familiares. Y sobre todo, es obligada la cartuja, hecha construir por los Visconti en los siglos XIV y XV como panteón familiar al final del parque de caza que existió tras su castillo. El ambiente refinado llega a las celdas de los monjes: parecen apartamentos en un complejo rural de lujo.

Lodi también se asoma a un afluente del Po, el Adda. De sus tesoros, dos se llevan la palma: la iglesia de L’Incoronata, erigida sobre un prostíbulo y forrada de pinturas renacentistas, y la de San Francesco, con un ciclo de frescos góticos. Junto a ella está la macabra colección de Paolo Gonini, embalsamador del XIX que dejó miembros humanos y seres deformes en perfecto estado de conservación. Más relajante es la ribera del Adda, con restaurantes donde dar cuenta de una buena comida.

Cremona es plato fuerte. Ya tenía empaque cuando aquí compraba queso y aceitunas el divino Virgilio; con sus “Bucólicas” y sus “Geórgicas”, el poeta latino se erigió en cronista de la llanura del Po. Cremona vivió los sobresaltos entre güelfos y gibelinos fieles al emperador; paro su siglo de oro llegó más tarde, y con él el ocio para la música. Claudio Monteverdi nació aquí, aunque se trasladó a la corte de Mantua.

En cambio, Cremona se hizo célebre por los constructores de violines. Andrea y Nicolo Amati crearon una tradición que siguió Antonio Stradivari y que sigue viva en talleres donde tratan la madera tan delicadamente como un cirujano las cuerdas vocales de un virtuoso. Se puede dedicar mucho tiempo al Museo Stradivariano y la colección de instrumentos del Ayuntamiento y escucharlos (se tocan a diario para mantener a sonoridad de la madera).

La plaza de la catedral, donde un baptisterio octogonal sirve de punto de fuga para la perspectiva, es una estampa que encantaría a los más severos tratadistas del renacimiento. La catedral está chapada por fuera con filigranas góticas, y forrada por dentro con pinturas manieristas. Su “campanile” es el más alto de Italia y guarda, me parece a mi, aire de familia con la Giralda sevillana, parentesco que acentúan el ladrillo y las cenefas de arquerías entrelazadas.

Este “Torrazzo” se llamaba “torrione” antiguamente. De ahí sacan el cuento de que aquí se inventó el turrón: en la boda de Bianca María Visconti y Francesco Sforza, en 1441, los pasteleros ofrecieron un postre de almendra, miel y huevo con la forma del “torrione”, o sea, una especie de lingote muy alargado.

Dudo mucho que ése sea el auténtico origen del turrón; pero no de que en Cremona el sibaritismo está a la orden del día, sea para zamparse unos “marubini” (raviolis locales), sea para hacer la digestión escuchando músicas celestiales. Por supuesto, procedentes de algún instrumento de raza, primo lejano de los míticos Stradivarius.

Un melómano que se precie no dejará de ir hasta Busseto, unos minutos al sur de Cremona. Allí vivió Verdi, mucho más que un músico para los italianos: su figura adquirió tintes de símbolo cuando la unificación italiana, y así lo vio Bertolucci en su “Novecento”, rodada en parajes próximos a nuestra siguiente visita.

Para llegar a Mantua, a remojo en tres lagos formados por un quiebro del rio Mincio, hay que franquear el Po. La ciudad romana, longobarda y carolingia, tuvo su edad de oro en la corte de los Gonzaga, que se codeó con las más poderosas de Europa no por su fuerza económica o militar, sino por la apuesta cultural. La familia atrajo a algunos de los más lucidos creadores de su tiempo: el pintor Andrea Mantegna, el arquitecto Alberti, el mismo Monteverdi o el poeta Torcuato Tasso. Este escribió de Mantua algo que les va de parlas a las oficinas de turismo como invitación: “Questa é una bellissima cittá e degna un si muova mille miglia per vederla””.

Sin andar tanto, basta atravesar las tres plazas que forman el espinazo urbano. En la de Sordello se evantan el Duomo y el palacio ducal; en la de Broletto se alza el Plazzo del Podestá; la contigua Piazza delle Erbe congrega la rotonda románica de San Lorenzo, el Palazzo della Ragione y la basílica de Sant’ Andrea, que Alberti diseñó para acoger la reliquia de la sangre de Cristo.

El palacio ducal es un mundo aparte, un laberinto de salones, patios, jardines y hasta una basílica palatina. Para el visitante, el “santa Sanctorum” es la Camara degli Sposi, donde Mantegna elevó la plás tica del “cinquecento” a la perfección. Si el chaparron de maravillas no acaba con uno, aún queda la réplica benigna de un seísmo en el Palazzo Te: apartado entre jardines, contiene frescos de Giulio Romano y sus discípulos, imágenes que acompañan de por vida, como los caballos pintados a tamaño natural.

Camino de Brescia, será difícil resistirse a la orilla meridional del Lago di Garda y perderse en la península de Sirmione y cruzar el puente para escalar el fantasioso castillo lacustre y sumirse en el dédalo de ruinas de la villa de Catulo. Puede que el poeta latino, además de versos muy picantes, compusiera aquí algunas travesuras verdaderas. La villa estaba en la órbita de influencia de la romana Brixia, la actual Brescia.

Justamente, el foco monumental de Brescia se centra en torno al conjunto romano que incluye el foro, el templo capitolino y el teatro. Pegado a las ruinas, el complejo de Santa Giulia es, de nuevo, un mundo aparte: en torno a tres claustros de iglesias y edificios de muy diversos periodos.

Pero hay dos cosas que merecen por si solas andar mil millas, como decía Tasso: la basílica de San Salvatore, con fustes y capiteles de acarreo y frescos carolingios, y el oratorio de Santa Maria in Solario, articulado en dos niveles. El inferior, sede del tesoro, reposa sobre un ara romana consagrada al Sol (de ahí el nombre de la iglesia); el superior es un octógono con frescos renacentistas bajo un firmamento glauco constelado de estrellas de plata.

Brescia tiene su imagen de marca en la Piazza della Loggia, donde un pabellón veneciano con bonete de plomo respira como un batracio. Apenas atravesada la puerta el reloj que hay enfrente se alcanzan las dos catedrales, la “rotonda” románica y la nueva seo barroca. Brescia parece mansa, pero en 1849 las “dieci gionate di Brescia” un feroz episodio del “Risorgimento”, le valieron el apodo de “Leona de Italia”. El museo instalado en el castillo recoge algo de esa fiereza.

Bérgamo no se incluye, ignoro por qué, en el paquete de ciudades padanas. Pero es imposible hacer que no se ve: desde la autopista, su perfil lanza cantos de sirena. Nos dejamos engatusar y subimos a la ciudad alta penetrando por la puerta de San Girólamo. Sus calles son pintorescas pero nos hacen recordar las veces que hemos faltado al gimnasio. Piazza Veccchia es el ombligo cívico donde están el Palazzo della Regione, con su escalera cubierta, y el del Podestá, cuyos pórticos acompañan hasta la plaza del Duomo.

De la catedral, lo más singular es la capilla Colleoni, suerte de mausoleo cuya fachada externa se antoja tramoya teatral.

No es cosa que deba extrañar en la patria de Brighela de Bérgamo. Con el parlanchín Polichinela, el zambo Escapín, la duce Colombina y su fiel Pierrot, los camorristas Scaramouche y Fracasso, el músico Mizetín y el criado Arlequín, él compuso la compañía de la Commedia dell’Arte.

Bérgamo no es mal lugar para acabar la ruta por la llanura padana. Puesto que está sobre una colina, permite mirar la cuenca del Po y la Padania, que, antes de realidad geográfica, es un deseo de identidad.

Pero no antes de unos apuntes gastronómicos. La cocina lombarda se diferencia de la del resto de Italia por el empleo de la mantequilla en vez del aceite para cocinar. En las “trattorie” los menús típicos son: el “ossobucco alla milanese”, el “risotto alla milanese” y los raviolis de queso característicos de Bréscia. Todos ellos acompañados de los tintos de Grumella o los blancos espumosos de Fiancaforta.


Por la vida, ilis