Un paseo por la morada de los dioses

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  • ilis
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    • 26 jul, 2005
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    • SANT PERE DE VILAMAJOR(Barcelona)

    Un paseo por la morada de los dioses

    BASTA YA

    Sobre las aguas azules del golfo de Atenas, en la cubierta del velero que acaba de soltar amarras, la imaginación se dispara. Empezamos a navegar y la vista se desliza entre las formas: Egina a un lado, acaparando los primeros rayos del día, más allá las colinas del Ática, y en algún lugar no muy lejano, las Cícladas, ¿Quién no se agita ante la mención de sus nombres Sifnos, Paros, Naxos......morada de dioses antiguos?. Ellas guardan la esencia de la Grecia eterna, mitad humana, mitad divina.

    Rumbo a Kéa, el viento se hace más ligero, la mañana más luminosa. Olas sin alegría vienen y se alejan. Todo alrededor está mojado: la estela que dejamos atrás, las barcas de pesca, los bustos que yacen en el fondo del mar... La primera isla está enfrente. Nos acercamos a ella con respeto, la proa apunta al pequeño puerto.

    Kéa es la puerta al mundo cicládico, y Korissia, su puerto, un garabato cubista mojado por las olas. Aquí no hay lonja, pero hoy es día de subasta: ¡Rooms, Kaliméra, Rooms!...nosotros somos la mercancía. Monte arriba, Ioulís, la capital, es una acrópolis en miniatura barrida por el viento; Gialiskári, un fiordo de espuma y arena blanca, y los molinos, veletas convertidas en posadas. Todo aquí es calma: los únicos sonidos que rompen el silencio son el rebuzno de una mula o el silbido de algún pastor. Antes de partir, la polvorienta Kéa nos muestra su león de piedra, con garantía de calidad de veintiocho siglos.

    Horas de tranquila navegación nos llevan a Sérifos. En torno a la bahía de Livadi, el paisaje recrea una acuarela impresionista. Plano tras plano, las casa se recortan como dados sobre terrazas pobladas de lavanda. Un amasijo de color nos recibe en el mercado al aire libre. Bajo los toldos se agolpan los limones, buscando hueco entre los tarros de miel y cestos de esponjas. Curiosos recorremos los puestos en ordenada fila, entre el zumbido de abejas y el regateo. Mientras los pescadores desembarcan cajas donde algún pulpo busca la salida más proxima.

    En la curva de la playa, una higuera proyecta su sombra sobre una mujer que se aleja con un cántaro en la cabeza. A lo lejos, entre huertos y limoneros, sobresalen los molinos de viento. Hermosa estampa: la vida de siempre, los gestos eternos, inmunes al paso del tiempo.

    Sérifos (yermo en griego) es una isla trasquilada de adornos, no pretende agradar, y sin embargo lo consigue. Su único amarre con el pasado tiene cuatro siglos de edad: comparado con el legado de las islas vecinas, el convento de los padres Taxiarcos es un adolescente. Los mejores monumentos de la isla son sus cafés y sus viejos, que, junto a un vaso de “ouzzo”, practican el deporte nacional de las Cícladas: ver pasar la gente. Aquí, retenidos por el “meltémi” (fuerte viento del norte), disfrutamos del día en calma contemplando los guijarros blancosen sus calles o el contoneo de las mujeres que transportan cántaros en la cabeza.

    Cuando cede el “meltémi”, es un placer volver al mar. Las velas, como ropa tendida, juegan con la brisa, y ante la proa saltan los delfines. Son momentos de soleada siesta. No se puede pedir más en esta agua que lo han visto todo: el nacimiento de las islas, la caída de la civilización minoica, el florecimiento de la helénica, el brillo de las naves venecianas... Hoy, el Egeo contempla a los turistas que saltan de isla en isla, y ya no inspira a los maestros del pensamiento. ¿Qué inspira ahora? La respuesta está en el viento que nos empuja hacia Santorini, la isla de los muleros y la piedra pómez.

    Doblamos la punta de la isla de noche, guiados por las luces del puerto. A estas horas, contemplada desde el mar, Santorini emite una luz de estrella fugaz. La auténtica isla lleva sumergida 3.500 años. La nueva es una media luna de cafés y farolas que llenan de amarillo las aguas de un cráter, y Skala, el puerto, aparece como un escaparate de gente guapa y llates flameantes.

    Santorini es una foto en blanco y negro: pueblos de pura cal y playas de arena oscura que deja su recuerdo en los pliegues de la toalla; cuestas, escaleras en zigzag y cimas que en los días claros contemplan Creta a vista de pájaro. Toda ella produce vértigo. En las cumbres, donde ya no se cultiva la introspección y la duda, el viejo estilo heroico se practica ahora acarreando turistas por picos recortados sobre el mar. En Santorini no se consulta el libro de la historia antigua, sino el apartado de playas y restaurantes de la guía. Las apariciones, los vampiros y las brujas rebosan en esta isla supersticiosa. Los vendedores de esponjas también. Y a Thira, la capital, donde de noche se estira un brazo y se tocan las estrellas, se llega a lomos de mulo o en funicular, si no, no se llega.

    Las puestas de sol en Santorini deben contemplarse desde el puerto de Oía, o desde Imerovígli, el balcón de la isla, abriéndose paso entre decenas de viajeros que tuvieron la misma ocurrencia. Y las noches, nada mejor que pasarlas a bordo del velero, oyendo a Poseidón aullar entre las jarcias. O soñando con Dionisios, ese dios del vino tan presente en las Cícladas, que al sentir la llamada del amor no se lo pensó dos veces y se lanzó a la captura de estrellas para trenzar un collar.

    La visión de la durmiente Ariadna en una playa de Naxos resultó decisiva para Dionisios. Ambos eligieron esta isla para vivir y procrear, y seguramente compartieron más de una copa a la luz de la luna en la montaña Zas, que la domina. La muerte de Ariadna fue un duro golpe para Dionisios, que arrojó el collar al cielo inmortalizándolo en forma de constelación.

    Cuando navegando de noche hacia Naxos reconoces en la vía láctea la leyenda, entiendes que la palabra nostalgia (nos tal ghea) surgiera en estas aguas. Luego, descubres las luces del puerto llenando la oscuridad y te preguntas si hay diferencia entre una galaxia celeste y esta pléyade de pequeños planetas brillando en medio del mar.

    Naxos gana en tamaño a cualquier Cíclada, y también en patrimonio. Hay que tomársela con calma; una playa cada día con preferencia para las de Agios Georgios y Agia Anna, un repaso a la antigua Grecia en la gruta de Argía, donde se crió el mismo Zeus; una puesta de sol desde el portón del templo de Apolo, convertido en emblema de la isla; un vistazo al legado bizantino de sus capillas blancas, y algo de arquitectura defensiva medieval (kastro) que brota entre los huertos.

    Las colinas de Naxos, empapadas de resina, huelen a tarima recién barnizada, el olor a romero y tomillo traen el recuerdo de la cena tomada en el puerto. Luego, contemplando el paisaje de Potamiá, caes en la cuenta de que estas islas son las primeras cepas de nuestra cultura mediterránea.

    El carazter perenne de lo griego reside en las plazas de los pueblos, junto a la fuente, lugar de mujeres que hablan de óbitos y nacimientos, y el café, inmodificada jurisdicción del hombre. Aquí se dan citas las ancianas para bordar, los pescadores y los pastores para jugar a las cartas, los jóvenes para hablar de emigrar, y los niños para jugar a las canicas... En Chalkió, antigua capital de Naxos, o en poblaciones campesinas como Filóti, contemplando la vida que llena la plaza, se descubre el semblante de Grecia.

    Después, mientras cubrimos los ocho kilómetros que separan Naxos de Paros, vemos un banco de peces voladores entre varios delfines. Luego se nos echa encima el atardecer, lo mejor del día, el momento en que los verdes de las islas se transforman en púrpura y las primeras luces de un faro anuncian un destino por descubrir.

    En Paros, los vendedores de recuerdos de Naúsa combaten el sol del mediodía bajo las parras que cubren su negocio. Los pescadores dedican esta hora dormida a remendar su palangre. Desenredan verdes madejas de nailon, cortan aquí y allá y, finalmente, clavan los anzuelos sobre viejas palanganas. Uno siente que en algún punto del aire cabalga el pasado. En este mismo puerto, dos mil trescientos años atrás, se embarcaba el mármol de la Venus de Milo o de la Victoria de Samotracia para ser tallado.

    Igual que en Mikonos o Santorini, la imagen que conocieron viajeros más afortunados se ha esfumado en Paros. Las tabernas casi ocultan la fisonomía de Parikia y Naúsa, sus dos puertos, y las playas son una parrilla de carnes hambrientas de sol. Pero paseando por sus valles al atardecer, o recorriendo el laberinto de la ciudad medieval, se comprende porque Byron se perdió en ella.

    Pasaban los días y Delos flotaba entre nosotros como un eco insistente. Ir a la isla sagrada, la cuna de Apolo y Artemisa, al ombligo que dio nombre a las Cícladas (kirclos, circulo), tenía algo de obligación. En Paros salía a colación durante las cenas, y siempre teníamos excusas para evitarla: ¿no sería un montón de ruinas, un lugar de otro tiempo?. Nos dormíamos con la decisión de dirigirnos a su vecina Mikonos, pero a la mañana siguiente Delos seguía ahí, callada, expectante, como la resaca que deja un mal sueño.

    Cuando por fin llegamos a Delos, el tiempo, gris y lluvioso no estaba de humor para recibirnos; si abrigábamos dudas, el tiempo no ayudó a disiparlas. Pocas cosas transmiten mayor desilusión que las ruinas de Delos. Hay algo siniestro en el silencio de sus piedras, en el enigma que pesa sobre la isla.

    Uno quisiera ver aquí un aviso del pasado y camina entre el polvo tratando de imaginar como ese montón de escombros pudo albergar el centro de la civilización egea. Donde ahora hay hierba reseca y piedras amontonadas, hace tres mil años florecía el comercio y se asentaban los principios de la arquitectura. ¿Qué secretos la eligieron para santuario de dioses tan irreconciliables como Isis, Anubis, Apolo o Dionisios?.

    No hay acuerdo para despejar las incógnitas que acompañan a Delos (la brillante) y se desconocen las razones por las que en la antigüedad pesaba sobre ella la prohibición de cuanto tuviera que ver con la idea de vida o muerte: las mujeres embarazadas y los ancianos eran deportadas a la vecina Rinia. Hay algún motivo fuera de toda lógica por el que Delos sigue vinculada a la idea de eternidad: hoy se prohibe dormir o acampar en esta Cíclada deshabitada. Las respuestas a las preguntas que suscita no las dan los leones micénicos o la cabeza de chacal del señor de los muertos. Aquí solo hay interrogantes. Tal vez por eso Delos sigue siendo una isla fuera del tiempo.

    Si Delos es la conciencia del archipiélago, Mikonos es el producto de última generación. Todo en ella parece recién estrenado y, antes de soltar las defensas, el viajero guarda las notas sobre historia en un rincón del tambucho y saca de la bolsa el único pantalón que le queda sin arrugar.

    Llegamos del pasado y el Egeo nos concede apenas cuatro kilómetros para aclimatarnos al desembarco en el presente. Incluso de noche, Mikonos atrae por su blancura y su voluptuosa sensualidad. A Mikonos se viene para no dormir, para repantigarse en sus playas y gozar del “dolce fare niente”, esa máxima que los italianos acuñaron con tanta fortuna.

    Como Santorini, Mikonos es un laberinto de escaleras sellado por cúpulas azules. Aquí, donde las playas se conocen con nombres como “Paradise Beach” y cualquier calle es un zoco de chiringuitos de recuerdos, los cruceros vomitan cada día turistas sedientos de sol, música e insomnio. Si Delos y Rinia son sus compañeras en la triple constelación, algo debe tener Mikonos que tanto atrae a las olas que rompen en Agia Anna y a las medusas que nadan de noche hacia el puerto.

    Antes de regresar a El Pireo hacemos una parada en Tinos, la isla milagrera, y otra en Andros, favorita de los atenienses ricos. No son islas comparables en ningún sentido: Tinos es un relicario puesto a remojo; en Andros, en cambio, enseguida reconoces uno de esos baluartes de discreta prosperidad.

    Tinos y Delos están unidas por la superstición y el peregrinaje. En tiempos, Tinos albergaba uno de los santuarios de curación más conocidos del mundo antiguo, dedicado a Poseidón y Anfitrite. Hoy es la meca de los cristianos ortodoxos que acuden a pedir consejo a una virgen milagrera, descubierta el mismo año en que Grecia se levantó contra el yugo turco.

    Andros es como Paros o Naxos: una especie de matrona con demasiado volumen para abarcarlo en un día. El aire está cargado del olor a zulo que escapa de sus fincas escondidas y sus villas neoclásicas, donde se refugian las mayores fortunas del país. De Andros te quedas con la playa de Agia Marina al amanecer, con las puertas entornadas en los patios y con el rebuzno de las mulas en los olivares.

    Dejamos Andros y viramos al oeste. La placita del puerto se hace más pequeña, apenas se distingue ya la arboladura de las embarcaciones amarradas. Dos millas más y Andros desaparece, absorbida por la calima de la mañana. En algún punto del horizonte esperan Atenas y El Pireo. Ningún dios juega ya con las olas del mar y el Egeo respira con inmensa soledad.

    Por la vida, ilis
    La vida, si no es una aventura excitante, no merece la pena ser vivida.
  • fran y javi
    Usuario
    • 10 ago, 2007
    • 958
    • ARANJUEZ

    #2
    Como siempre Ilis........espectacular....
    Un abrazo
    Fran
    Igual que una flor bella de brillante color y rebosante de perfume, son las buenas palabras de quien las pone en práctica. DHAMMAPADA - BUDA

    Comentario

    • malanchela
      Usuario
      • 10 abr, 2008
      • 761
      • banyeres del penedes

      #3
      como siempre ilis,con tu relato parece que estamos en esos lugares tan bonitos ADELANTE

      Comentario

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