7 DE JULIO: GÉNOVA-RIVA DEL GARDA
La misma chica que, en su mal inglés y peor castellano, estuvo toda la tarde de ayer dándonos la tabarra para que bajáramos a hacer gasto al self-service, es quien nos despierta a las siete de la mañana avisándonos de que dentro de dos horas arribaremos a Génova.
Desde cubierta ya se ve el puerto italiano / al pie de las montañas. Imposible no evocar el relato de Edmundo de Amicis que, por obra y gracia de la televisión japonesa, pobló nuestra infancia de lacrimógenos momentos. Los sábados por la tarde, toda España se pegaba al televisor a ver si Marco encontraba de una vez por todas a su madre. Eran otros tiempos, no sé si mejores. Corría 1977.
En la popa nos congregamos los perros con sus amos. Los hay enormes (los perros) con pinta de buena gente, pero no quisiera encontrarme a solas con ninguno de ellos.
Por fin bajamos a la bodega. Resulta acogedor volver a entrar en la auto, y nos parece un poco mentira que haya venido hasta aquí con nosotros. Me siento al volante y comienzo a armarme de paciencia en espera de una maniobra de desembarco lenta y tediosa, cuando me de repente el personal de a bordo ya me está indicando que gire para salir. Pisamos muelle antes que los de Reus, y ya no los volvemos a ver.
Como evidencia de los vientos xenófobo-berlusconianos que soplan en Italia, en la puerta del barco nos espera un comité de recepción de los Carabinieri. A nosotros nos dan paso, pero a quien paran es a la furgoneta matrícula de Soria cuyo conductor es el rasta que durmió en cubierta. Le están inspeccionando el contenido. Poco rato, la verdad, porque un poco después nos adelanta.
La salida del puerto es un tanto caótica. De todos es sabido que en Italia las señales de stop, al igual que la línea continua, tienen un mero valor orientativo, y sólo se respetan cuando el conductor lo estima conveniente. Hace tres años en la subida a los Dolomitas vimos lo nunca visto: radares ocultos que detectaban la invasión antirreglamentaria del carril opuesto.
Entramos en autopista. Dice el dicho que mejor llevar que ser llevado, pero no parece aplicable a este caso: tras tantas horas de relax en el barco, resulta un poco traumático vérselas con las cerradas curvas, las cuestas y los túneles de la salida de Génova. Luego alcanzamos la llanura-meseta del Po y todo se tranquiliza un poco, ya sólo resta estar pendiente de los precarios huecos que te dejan los coches para adelantar y de los camiones que tardan una eternidad en adelantar a otros camiones.
Qué curioso aparecer de sopetón en Italia sin haber pasado por Francia; es como si faltara una pieza del puzzle, como si nos hubieran teleportado con autocaravana y todo.
Hacia el Norte por la A 7 y luego hacia el Este por la A 21. No hay mucho tráfico y se circula bien. Pasamos junto a Piacenza y continuamos hacia Cremona. Al salirnos de la autopista y cruzar la garita de peaje esperaba una clavada considerable, pero sólo nos piden 10.5 euros, que es comparativamente menos de lo que hemos pagado en la autopista Zaragoza-Barcelona. Tampoco nos parece demasiado caro el gasoil (1,12 €), sobre todo si lo comparamos con lo que costaba el verano pasado.
Hemos recorrido 180 kilómetros y estamos en Cremona buscando el area di sosta que hay junto a la Croce Rossa. En realidad, se trata de un aparcamiento para todo tipo de vehículos, muy grande y con sitio de sobra. (45° 8'15.37"N 10° 2'7.01"E). Lo que nos vemos por ningún sitio es el punto de llenado y vaciado.
Estacionamos a la sombra de un árbol y nos vamos en busca del centro. Desde lejos es visible Il Torrazzo, esto es, el campanario de la catedral, pero al meternos por las estrechas callejuelas cuesta encontrarlo un poco.
Cremona transmite la sensación de ciudad muy limpia, con carriles bici y muchas bicicletas. Los viandantes, de tan serios y envarados, no parecen italianos.
Descubrimos también que la ciudad es famosa por sus luthiers: no sabíamos en ese momento que aquí nació y vivió el más famoso de todos, Antonio Stradivarius. Hay numerosos establecimientos que se dedican a este oficio, y exhiben violines en sus escaparates.
Tras unas cuantas vueltas damos por fin con la Piazza del Duomo. La fachada de la catedral y el baptisterio son de mármol, pero todo el resto del edificio, incluido el campanile, están construidos de ladrillo. Por cierto que este último, con sus 112 metros, es el más alto de Italia y la segunda torre de ladrillo más elevada del mundo.
El día está nublado y ello nos impide sacar fotos decentes de la catedral. Curiosamente no hay mucha gente por la calle, ni siquiera turistas. Debe de ser la horadel pranzo.
De vuelta a la auto, nos fijamos en una Hymer pegada a la pared lateral de la Croce Rossa: así que es ahí donde se puede llenar y vaciar. Tomamos nota y nos vamos a preparar la comida. La zona del aparcamiento que hemos elegido debe de ser muy buena, porque antes de sentarnos a la mesa llegan dos autos checas de alquiler, y más tarde se nos suma la Hymer (para ilustrar, que no comprender, este tipo de comportamientos y otros, véase La Ley del Barco Fondeado, de Pérez Reverte).
Tras el almuerzo y pequeña siesta, nos toca a nosotros coger agua. Una cartel avisa de que la zona está videosorvegliata, es decir, que una cámara sobre nuestras cabezas vigila que nadie se extralimite con el llenado o el vaciado (me pregunto en qué podrá consistir dicho exceso).
Antes de salir de Cremona tenemos que satisfacer otra necesidad urgente, a saber, encontrar un super donde abastecernos especialmente de fruta, verdura y congelados, pues durante la travesía hemos traído la nevera desconectada. Nuestra experiencia de hace tres años nos dice que en Italia no abundan precisamente los hiper con buen acceso para vehículos, así que nos damos con un canto en los dientes cuando encontramos uno con aparcamiento adosado. Tras la compra toca salir de Cremona, que eso sí que es otro cantar: pese a que llevamos GPS y mapa, los letreros consiguen perdernos. (Nota para el resto del viaje: al contrario que en España, los indicadores azules no anuncian autopista, sino carretera monda y lironda; la autopista está indicada por otros de color verde. Dicho color se mantendrá a lo largo de todos los países balcánicos, incluidos Turquía y Grecia. Verdaderamente, los iberos somos diferentes.)
El resultado de este desconocimiento es que encontramos el camino de Brescia, sí, pero por una carretera de lo más estrecho por la que algunos coches nos hacen pasadas supersónicas. Los carabinieri esperan a la entrada de uno de los pueblos a la caza de conductores temerarios, pero aquí se las saben todas y ni por ésas.
Tras una conducción bastante tensa llegamos por fin a las afueras de Brescia y enfilamos hacia el Este dirección Verona, por la carretera nacional. Nuestra idea era bordear el Lago di Garda por su orilla Este, pero seguimos unos carteles que indican Trento y que acaban llevándonos por la otra. Son esos mismos carteles los que nos sacan de la orilla del lago para intentar llevarnos por una carretera de montaña que pasa por el lago d¨Idro. Maldición y maldición: estos italianos necesitan urgentemente un curso de señalética. Toca dar la vuelta y desandar unos cuantos kilómetros. Vamos ya un poco amoscados por el doble extravío y porque pronto se nos hará de noche.
La presión urbanística sobre el lago es enorme: en los 45 kilómetros que hacemos por la orilla, los pueblos empalman unos con otros y ocupan el escasísimo espacio disponible. La gente aparca sus coches sobre los tejados de las viviendas, rasantes con la carretera. Ni soñar en quedarse por aquí. Buena parte del recorrido se hace a través de túneles. Unos son modernos, amplios y bien iluminados; a otros, en cambio, se los ve sórdidos, estrechos y sumidos en una oscuridad acongojante. Dentro de uno de éstos encontramos un aviso que dice curva pericolosissima. La advertencia no es en vano: se trata de un giro de noventa grados, como si fuera una calle, y tengo que frenar y pitar a un Mercedes que venía a toda pastilla por el medio.
Es noche negra y absoluta cuando alcanzamos por fin a Riva del Garda, situada en la cabecera del lago. Una vuelta por el pueblo nos permite constatar que todos los parking sin excepción cuentan con gálibo limitador. En el GPS traigo marcado uno para autos, pero las coordenadas no son muy precisas, pues embocamos una dirección prohibida… en la misma puerta de comisaría Maniobramos como podemos para salir. Convencidos de que se trata de una dirección errónea, ya estamos dispuestos a marcharnos cuando al otro lado del cuartelillo –a oscuras y sin señalizar- divisamos una docena de autocaravanas (45°52'46.20"N 10°51'32.33"E). Dando gracias al Eterno, nos metemos de cabeza y encontramos un buen sitio pegado al muro trasero de la policía. Mejor custodiados, imposible.
Me voy a ver si localizo el parquímetro cosa que, desde luego, no resulta fácil. Cuando por fin lo encuentro, con ayuda del frontal averiguo que la tarifa es de 0,50 euros la hora, de modo que echo 6 euros para tener hasta las diez de la mañana. En teoría este parking está destinado exclusivamente a autocaravanas –ya vimos que no es posible aparcar en ningún otro-, pero como hay un pequeño campo de fútbol aledaño y están jugando un partido, los vehículos de los futboleros ocupan una parte, imagino que además sin pagar (lo mío, mío; lo tuyo, a medias). Por fortuna, tras unos relámpagos preliminares, se nos echa encima una señora tormenta y comienza a diluviar con muchísimas ganas. El partido se va al garete y los coches se esfuman. A veces también hay justicia en este mundo.
Después de cenar, cuando amaina un poco, me voy a tirar la basura. El centro del parking se ha convertido en un lago de veinte centímetros de profundidad. Como llevo sandalias de plástico, cruzo por el medio levantando estelas, como un niño. Desde la ventana del salón, un autocaravanista observa la escena atentamente: no sé si reprobando mi proceder o calibrando el volumen de la inundación.
Kilómetros etapa: 321
Kilómetros viaje
Tierra: 1.156
Mar: 685
La misma chica que, en su mal inglés y peor castellano, estuvo toda la tarde de ayer dándonos la tabarra para que bajáramos a hacer gasto al self-service, es quien nos despierta a las siete de la mañana avisándonos de que dentro de dos horas arribaremos a Génova.
Llegada a Génova
Desde cubierta ya se ve el puerto italiano / al pie de las montañas. Imposible no evocar el relato de Edmundo de Amicis que, por obra y gracia de la televisión japonesa, pobló nuestra infancia de lacrimógenos momentos. Los sábados por la tarde, toda España se pegaba al televisor a ver si Marco encontraba de una vez por todas a su madre. Eran otros tiempos, no sé si mejores. Corría 1977.
Divertido barco
Por fin bajamos a la bodega. Resulta acogedor volver a entrar en la auto, y nos parece un poco mentira que haya venido hasta aquí con nosotros. Me siento al volante y comienzo a armarme de paciencia en espera de una maniobra de desembarco lenta y tediosa, cuando me de repente el personal de a bordo ya me está indicando que gire para salir. Pisamos muelle antes que los de Reus, y ya no los volvemos a ver.
Como evidencia de los vientos xenófobo-berlusconianos que soplan en Italia, en la puerta del barco nos espera un comité de recepción de los Carabinieri. A nosotros nos dan paso, pero a quien paran es a la furgoneta matrícula de Soria cuyo conductor es el rasta que durmió en cubierta. Le están inspeccionando el contenido. Poco rato, la verdad, porque un poco después nos adelanta.
La salida del puerto es un tanto caótica. De todos es sabido que en Italia las señales de stop, al igual que la línea continua, tienen un mero valor orientativo, y sólo se respetan cuando el conductor lo estima conveniente. Hace tres años en la subida a los Dolomitas vimos lo nunca visto: radares ocultos que detectaban la invasión antirreglamentaria del carril opuesto.
Entramos en autopista. Dice el dicho que mejor llevar que ser llevado, pero no parece aplicable a este caso: tras tantas horas de relax en el barco, resulta un poco traumático vérselas con las cerradas curvas, las cuestas y los túneles de la salida de Génova. Luego alcanzamos la llanura-meseta del Po y todo se tranquiliza un poco, ya sólo resta estar pendiente de los precarios huecos que te dejan los coches para adelantar y de los camiones que tardan una eternidad en adelantar a otros camiones.
Qué curioso aparecer de sopetón en Italia sin haber pasado por Francia; es como si faltara una pieza del puzzle, como si nos hubieran teleportado con autocaravana y todo.
Hacia el Norte por la A 7 y luego hacia el Este por la A 21. No hay mucho tráfico y se circula bien. Pasamos junto a Piacenza y continuamos hacia Cremona. Al salirnos de la autopista y cruzar la garita de peaje esperaba una clavada considerable, pero sólo nos piden 10.5 euros, que es comparativamente menos de lo que hemos pagado en la autopista Zaragoza-Barcelona. Tampoco nos parece demasiado caro el gasoil (1,12 €), sobre todo si lo comparamos con lo que costaba el verano pasado.
Hemos recorrido 180 kilómetros y estamos en Cremona buscando el area di sosta que hay junto a la Croce Rossa. En realidad, se trata de un aparcamiento para todo tipo de vehículos, muy grande y con sitio de sobra. (45° 8'15.37"N 10° 2'7.01"E). Lo que nos vemos por ningún sitio es el punto de llenado y vaciado.
Estacionamos a la sombra de un árbol y nos vamos en busca del centro. Desde lejos es visible Il Torrazzo, esto es, el campanario de la catedral, pero al meternos por las estrechas callejuelas cuesta encontrarlo un poco.
Il Torrazzo de Cremona
Cremona transmite la sensación de ciudad muy limpia, con carriles bici y muchas bicicletas. Los viandantes, de tan serios y envarados, no parecen italianos.
Descubrimos también que la ciudad es famosa por sus luthiers: no sabíamos en ese momento que aquí nació y vivió el más famoso de todos, Antonio Stradivarius. Hay numerosos establecimientos que se dedican a este oficio, y exhiben violines en sus escaparates.
Aquí todo quisque monta en bici, sin distinción de estatus…
…ni de sexo
Cremona, Piazza del Duomo
Reloj astronómico
El día está nublado y ello nos impide sacar fotos decentes de la catedral. Curiosamente no hay mucha gente por la calle, ni siquiera turistas. Debe de ser la horadel pranzo.
De vuelta a la auto, nos fijamos en una Hymer pegada a la pared lateral de la Croce Rossa: así que es ahí donde se puede llenar y vaciar. Tomamos nota y nos vamos a preparar la comida. La zona del aparcamiento que hemos elegido debe de ser muy buena, porque antes de sentarnos a la mesa llegan dos autos checas de alquiler, y más tarde se nos suma la Hymer (para ilustrar, que no comprender, este tipo de comportamientos y otros, véase La Ley del Barco Fondeado, de Pérez Reverte).
Tras el almuerzo y pequeña siesta, nos toca a nosotros coger agua. Una cartel avisa de que la zona está videosorvegliata, es decir, que una cámara sobre nuestras cabezas vigila que nadie se extralimite con el llenado o el vaciado (me pregunto en qué podrá consistir dicho exceso).
Esto de aprender idiomas es muy fácil
Antes de salir de Cremona tenemos que satisfacer otra necesidad urgente, a saber, encontrar un super donde abastecernos especialmente de fruta, verdura y congelados, pues durante la travesía hemos traído la nevera desconectada. Nuestra experiencia de hace tres años nos dice que en Italia no abundan precisamente los hiper con buen acceso para vehículos, así que nos damos con un canto en los dientes cuando encontramos uno con aparcamiento adosado. Tras la compra toca salir de Cremona, que eso sí que es otro cantar: pese a que llevamos GPS y mapa, los letreros consiguen perdernos. (Nota para el resto del viaje: al contrario que en España, los indicadores azules no anuncian autopista, sino carretera monda y lironda; la autopista está indicada por otros de color verde. Dicho color se mantendrá a lo largo de todos los países balcánicos, incluidos Turquía y Grecia. Verdaderamente, los iberos somos diferentes.)
El resultado de este desconocimiento es que encontramos el camino de Brescia, sí, pero por una carretera de lo más estrecho por la que algunos coches nos hacen pasadas supersónicas. Los carabinieri esperan a la entrada de uno de los pueblos a la caza de conductores temerarios, pero aquí se las saben todas y ni por ésas.
Tras una conducción bastante tensa llegamos por fin a las afueras de Brescia y enfilamos hacia el Este dirección Verona, por la carretera nacional. Nuestra idea era bordear el Lago di Garda por su orilla Este, pero seguimos unos carteles que indican Trento y que acaban llevándonos por la otra. Son esos mismos carteles los que nos sacan de la orilla del lago para intentar llevarnos por una carretera de montaña que pasa por el lago d¨Idro. Maldición y maldición: estos italianos necesitan urgentemente un curso de señalética. Toca dar la vuelta y desandar unos cuantos kilómetros. Vamos ya un poco amoscados por el doble extravío y porque pronto se nos hará de noche.
La presión urbanística sobre el lago es enorme: en los 45 kilómetros que hacemos por la orilla, los pueblos empalman unos con otros y ocupan el escasísimo espacio disponible. La gente aparca sus coches sobre los tejados de las viviendas, rasantes con la carretera. Ni soñar en quedarse por aquí. Buena parte del recorrido se hace a través de túneles. Unos son modernos, amplios y bien iluminados; a otros, en cambio, se los ve sórdidos, estrechos y sumidos en una oscuridad acongojante. Dentro de uno de éstos encontramos un aviso que dice curva pericolosissima. La advertencia no es en vano: se trata de un giro de noventa grados, como si fuera una calle, y tengo que frenar y pitar a un Mercedes que venía a toda pastilla por el medio.
Es noche negra y absoluta cuando alcanzamos por fin a Riva del Garda, situada en la cabecera del lago. Una vuelta por el pueblo nos permite constatar que todos los parking sin excepción cuentan con gálibo limitador. En el GPS traigo marcado uno para autos, pero las coordenadas no son muy precisas, pues embocamos una dirección prohibida… en la misma puerta de comisaría Maniobramos como podemos para salir. Convencidos de que se trata de una dirección errónea, ya estamos dispuestos a marcharnos cuando al otro lado del cuartelillo –a oscuras y sin señalizar- divisamos una docena de autocaravanas (45°52'46.20"N 10°51'32.33"E). Dando gracias al Eterno, nos metemos de cabeza y encontramos un buen sitio pegado al muro trasero de la policía. Mejor custodiados, imposible.
Me voy a ver si localizo el parquímetro cosa que, desde luego, no resulta fácil. Cuando por fin lo encuentro, con ayuda del frontal averiguo que la tarifa es de 0,50 euros la hora, de modo que echo 6 euros para tener hasta las diez de la mañana. En teoría este parking está destinado exclusivamente a autocaravanas –ya vimos que no es posible aparcar en ningún otro-, pero como hay un pequeño campo de fútbol aledaño y están jugando un partido, los vehículos de los futboleros ocupan una parte, imagino que además sin pagar (lo mío, mío; lo tuyo, a medias). Por fortuna, tras unos relámpagos preliminares, se nos echa encima una señora tormenta y comienza a diluviar con muchísimas ganas. El partido se va al garete y los coches se esfuman. A veces también hay justicia en este mundo.
Después de cenar, cuando amaina un poco, me voy a tirar la basura. El centro del parking se ha convertido en un lago de veinte centímetros de profundidad. Como llevo sandalias de plástico, cruzo por el medio levantando estelas, como un niño. Desde la ventana del salón, un autocaravanista observa la escena atentamente: no sé si reprobando mi proceder o calibrando el volumen de la inundación.
Kilómetros etapa: 321
Kilómetros viaje
Tierra: 1.156
Mar: 685
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