BASTA YA
Avanzamos por la carretera del desierto, una ruta que nos lleva desde Luxor, el valle del Nilo, hasta Hurghada, a orillas del mar Rojo. El calor aprieta y el viento sopla con fuerza.
Hasta hace pocos años, Hurghanda era un confín remoto entre el desierto y el mar. La carretera que descendía hacia el sur, desde la ciudad de Safaga, era azarosa y frecuentemente quedaba interrumpida por aluviones de arena o rocas. Hacia el norte ocurría más o menos lo mismo. Ya no es así: hoy las rutas están muy cuidadas, gracias al aumento del número de turistas, que acuden atraídos por los atractivos de un mar rebosante de vida, y también de resonancias míticas e historia. Cuando, sedientos y cansados, nos sentamos en un bar cualquiera de Hurghanda, el camarero nos ofrece una carta escrita en caracteres cirílicos, en alemán, en ingles…. pero no en español.
La creciente presencia de visitantes, sobre todo alemanes, que acuden a bucear, uno de los mayores atractivos que ofrece el mar Rojo.
La embarcación cruza pausadamente el mar en dirección a Carless Reef. Algunos de los pasajeros llevamos botellas de aire comprimido, mientras otros usarán, simplemente, gafas, tubo y aletas, un equipo sencillo pero suficiente para contemplar buena parte de las maravillas subacuáticas que se concentran en este arrecife.
Nuestro guía-instructor explica que aquí la temporada dura todo el año. Sólo en febrero y marzo la afluencia de buceadores baja levemente.
Después de una ilusionante inmersión, continuamos rumbo al norte, hacia Ismailía. En la ruta escasean ya los lugares en los que el desierto se encuentra limpiamente con el mar, sin construcciones de todo tipo y pelaje que modifiquen el paisaje. El perfecto estado de la carretera tiene poco que ver con la sensación de aislamiento y desolación que se le supone al desierto.
De hecho, hoy Moisés y los suyos ni siquiera necesitarían que el mar se abriese para cruzar a la orilla del Sinaí. Un funcional túnel atraviesa el canal de Suez, y en un abrir y cerrar de ojos nos encontramos en aquella tierra bíblica. En el Sinaí, las carreteras siguen la línea de la costa, o se adentran en tierra firme a lo largo de las tradicionales rutas abiertas por los beduinos en sus desplazamientos. Una de ellas nos conduce a Aín Musa, donde la leyenda afirma que Moisés obtuvo agua potable después de arrojar un trozo de madera en un pozo insalubre.
Pocos lugares han desempeñado un papel tan importante en la historia del hombre como esta península desértica y escasamente habitada. Más de cincuenta ejércitos han transitado por sus arenas, desde los soldados faraónicos, hasta los persas o las invencibles falanges de Alejandro Magno; desde las legiones romanas hasta las hordas cruzadas y la infantería napoleónica.
En épocas más recientes, tropas turcas, británicas y francesas también desfilaron bajo el ardiente sol del Sinaí, sin olvidar que la península fue el escenario de encarnizados enfrentamientos entre las fuerzas armadas de Egipto e Israel. En medio de tanto ajetreo, los beduinos han permanecido siempre ahí, formando parte del paisaje, exactamente como cuando Moisés y el pueblo hebreo se vieron obligados a vagar cuarenta años por estas tierras. En la actualidad ya no quedan muchos beduinos, apenas cuarenta mil, pero ellos continúan siendo los genuinos habitantes de estos parajes. Y, como sus parientes de Arabia o Palestina, son eminentemente nómadas.
Los pobladores del desierto del Sinaí pasan los inviernos en los valles y, cuando el calor comienza a apretar, se trasladan con sus “jaimas” y sus rebaños de pequeñas cabras a las montañas. A veces parece que los animales están pastando piedras, así de escasa es la hierba. La dureza del Sinaí es tan grande, que hasta el menor signo de vida llama la atención.
Uno de estos beduinos nos agasaja con su hospitalidad. Ha visto varias guerras y su mirada es triste, en parte porque sus hijos, como tantos jóvenes, se fueron a trabajar a la costa. La “jaima” de la familia está instalada cerca del monte Sinaí. Bebemos té mientras cuenta que su tienda es su vida y que no sabría vivir de otra forma, en una casa, sin poder cambiar de sitio.
La cima del monte Djebel Musa (Sinaí) y el monasterio de Santa Catalina son visitas obligadas. El templo se alza en el corazón del mazizo, al pie de dos cumbres emblemáticas: el monte Catalina, el más alto, y el monte Sinaí, donde, según la tradición, tuvo lugar la entrega de las “Tablas de la Ley”.
El camino que asciende al monte Sinaí empieza junto a la muralla del monasterio con un primer tramo de rampa que se puede hacer a pié o a lomo de camello, el segundo tramo son unos empinados escalones de granito que conducen directamente hasta la cumbre. En ella, dos construcciones conviven armónicamente: una capilla cristiana y una mezquita islámica.
Arriba, coincidimos unos cuantos viajeros de procedencias distintas y aspectos muy diversos. Resulta imposible adivinar que impulsó a cada uno hasta este lugar, pero la solemnidad flota en el ambiente; al fin y al cabo, aquí es donde, supuestamente, Dios entregó los Diez Mandamientos a Moisés. Y digo supuestamente, porque algunos estudios recientes, cuestionan este emplazamiento y localizan la ruta de Moisés mucho más al norte, junto al Mediterráneo.
En cualquier caso, no tiene demasiada importancia. El monte Sinaí destila toda la magia de las montañas sagradas en las que Dios ha hablado a los hombres, y esa sugestión se percibe en el ambiente. Sobrecoge pensar qué prodigios habrán sucedido en estos parajes. Además, el panorama que se divisa desde la cumbre es extraordinario, con una dilatada sucesión de rugosas laderas y profundas gargantas. El paisaje, volcánico y torturado, exhibe una belleza estremecedora.
Tras el descenso, visitamos el monasterio de Santa Catalina, con sus cipreses, sus olivos, sus altas murallas y su apasionante historia. Aunque muchos visitantes sólo dedican unas pocas horas al recinto, este bien merecería dos y hasta tres jornadas.
Sus primeras construcciones se remontan a la época del emperador bizantino Justiniano. Antes, el paraje había sido un refugio de anacoretas que lo eligieron para estar más cerca de Dios. En el monasterio actual coexisten edificios de distintas épocas que se comunican entre si a través de un dédalo de corredores y pasadizos, a veces al aire libre, otras medio ocultos, casi secretos. Cada uno de sus rincones habla de historia, lo mismo que la biblioteca, que reúne más de cincuenta mil volúmenes de valor incalculable. La capilla de la Zarza Ardiente se levanta sobre el lugar exacto donde, según la tradición bíblica, Dios le entregó a Moisés que liberara al pueblo de Israel del yugo egipcio.
La comunidad monacal lleva una vida austera y aislada. Los monjes ortodoxos, apenas una quincena, casi no se ven, no quieren ser vistos. Para ellos el recinto es lugar de retiro y oración: todo lo demás sobra.
Abandonamos la paz del monasterio y nos dirigimos a Sharm el-Sheikh, en la punta sur de la península.
En la zona de Na´ama Bay se encadenan los hoteles y las ofertas de buceo y es que Sharm el-Sheikh es sinónimo de buceo, el mar Rojo por definición. Cada día, centenares de buceadores se sumergen en los estrechos de Tiran o en Ras Muhammad, lugares famosos por sus aguas azules de agradable temperatura por la exquisita visibilidad y por los colores de sus arrecifes, sin igual en el mundo.
Decididos a vivir la experiencia, embarcamos hacía la isla de Tiran. Fondeamos en Jackson Reef, me pongo el equipo (Isa no bucea)… y al agua. Ya en los primeros metros me rodea una nube de diminutos peces de colores, como el pez dominó o el pez naranja. El arrecife se hunde hasta sesenta metros, pero cerca de la superficie es donde los colores y sus habitantes resultan más espectaculares. Más abajo, encuentro un ejemplar de pez ballesta y, luego, una pareja de portaestandartes. Un pez payaso se esconde entre los urticantes tentáculos de una anémona. Junto a mi se cimbrea un pez loro, un poco más allá, un pez cofre…. Todos los pobladores del arrecife se muestran indiferentes a mi presencia.
Esta es una zona de corrientes, y hay muchos nutrientes flotando en el agua. Su presencia posibilita el crecimiento de grandes abanicos de gorgonas, estilizadas ramas de coral negro y abigarrados y densos bosques de alcionarias.
El buceo es silencioso y, a veces, el contraste entre el callado mundo submarino y el bullicio nocturno de Sharm es demasiado fuerte. Menos mal que a poco más de una hora hacia el norte está Dahab. Aquí se tiene la sensación de retroceder en el tiempo; la ausencia de grandes hoteles y la atmósfera de la población, un poco bohemia y muy tranquila hacen que el suyo sea otro mundo. En Dahab no hay prisas ni muchedumbres; se bucea desde la misa playa, sin embarcaciones, mientras se contempla la costa de Arabia más allá de un mar muy azul. Es un lugar ideal para huir del ruido y disfrutar del mar y del paisaje.
Por la vida, ilis